Desde que comenzó la
guerra civil, en España, me había ido a Francia, como muchos españoles,
a vivir y trabajar. Así ganaría dinero mientras todo el rollo de la
guerra terminaba, y mantendría a mi familia fuera del peligro y las
hambrunas de la época. Tan solo estuvimos tres años, en un principio
pensé que la guerra se alargaría, pero gracias a los rebeldes todo
concluyo antes de lo que los españoles pensaron. Por noticia de un primo
mío supe que ganamos y que Francisco Franco estaba a la cabeza de
España.
Antes de salir de España
hacia Francia, mandé hacer una foto de mi tierra, para así no olvidarla
en mi viaje. Y por otra parte, recordar en cada momento que volvería a
verla después de la guerra. Cada año que pasaba, la miraba, cada mes y
algunas semanas la observaba cada día. Esperaba entusiasmado el día en
el que regresaría a mi amada España. No es que me encontrara mal en
Francia, es simplemente que “como en casa en ningún lado”.
Al fin llegó la tan
esperada carta de mi primo Carlos, seguía con vida y la guerra terminó.
Arduo y sin perder tiempo, preparé a mi familia para la partida hacia
España. Viajaríamos en tren, el haber trabajado en Francia nos permitía
aquel tipo de caprichos. Serían dos largos días y medio de viaje, pero
poder ver de nuevo mi patria merecía esos días de viaje y cansancio.
Hicimos varios trasbordos, maletas por arriba, para un lado, para otro.
Alguna que otra cabezadita, comidas rápidas y, al fin el final de
nuestro trayecto.
Durante el viaje, me
había colocado en la ventanilla, la cual daba a la parte de la estación.
Así sería el primero en ver mi tierra, mi dulce hogar. Unos segundos
antes de que nos informaran de nuestra llegada observaba la foto de mi
preciosa Alcarria, tan verde, tan alegre, tan llena de vida y paz. Casi
se podía percibir el tierno olor a primavera y a frescor campestre.
Ay! Que engañado estaba
yo, cuando aparté la vista de mi magnifica foto. Allí estaba mi Alcarria
querida, convertida en un vertedero de cuerpos inertes, llantos y un
cielo teñido de negro y una neblina espesa que no dejaba ver más de tres
paso por delante de nuestras narices. La estación de tren estaba hecha
trizas, tan solo se mantenía en pie una vieja vagoneta de transporte
turístico.
Las lágrimas, por
supuesto, fueron irremediables. Te vas con el corazón lleno de esperanza
y vuelves con un muro apunto de derrumbarse en tus hombros. Comencé a
pensar y maldecir la estúpida guerra que había empezado hacer tres años.
¿Y a esto le llaman una victoria del bando rebelde? ¿Es esta la alegría
de mi pueblo? Fíjense, pensaba en mi conciencia, no es más que un
paisaje inerte, carente de ganancias bélicas.
Según llegué, y antes de
que el tren partiera de nuevo a Francia, subí al tren. Y me marché.
Dejando a mi querida Alcarria, esta vez, convertida en escombros y
destrozos. Aquella... ya no era mi tierra... aquellos no eran los campos
que me vieron nacer y crecer...
|