Dejando muy a un lado mi profunda
admiración por la obra literaria (de modo particular por su
poesía) del comunista Miguel Hernández (de católico de
provincias a comunista urbano, etcétera), el poeta de Orihuela
cuyo centenario de nacimiento se celebra en este 2010, reparemos
en los siguientes datos, sin duda tan escalofriantes como
suficientemente avalados por sesudos estudios; uno de ellos,
El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión
(Francia 1997).
Víctimas del marxismo (durante
el siglo XX, pero en menos de cien años; en millones de
víctimas):
U.R.S.S.:
20.000.000
China:
65.000.000
Vietnam:
1.000.000
Corea del Norte: 2.000.000
Camboya: 2.000.000
Europa Oriental: 1.000.000
Latinoamérica: 150.000
África: 1.700.000
Afganistán: 1.500.000
Los crímenes, perpetrados por
regímenes comunistas, se refieren a actos criminales, atentados,
purgas, asesinatos en masa, torturas, deportaciones masivas,
fallos “técnicos” en los planes de socialización de la economía,
fusilamientos. Y no es una cifra exhaustiva, conste, pues no
incluye miles de víctimas más producto de la persecución
religiosa decretada contra la Iglesia católica en España, por
ejemplo, entre otras víctimas del comunismo internacionalizado.
De manera que si la historia de la
presencia y la implantación del comunismo en el mundo, y en
menos de un siglo, se ha escrito a base de tales niveles de
terror, crimen e ideología deshumanizadora, ¿a quién ha de
sorprender, de veras, la actuación de la tiranía comunista de
los hermanos Castro en Cuba, a propósito de la reciente muerte
del disidente cubano Orlando Zapata Tamayo, este pasado martes
23 de febrero de 2010?
Pero es más: habiendo sido esa la
realidad del comunismo en la moderna historia mundial y en menos
de un siglo, ¿cómo entender la infatigable admiración de algunos
eclesiásticos y ex eclesiásticos (caso del teólogo disidente
brasileño Leonardo Boff, por ejemplo: “Cuba es el ejemplo más
alto que he conocido de sociedad aplicadora del ideal de Reino
de Dios”, se ha atrevido a confesar, ni corto ni perezoso) por
la Revolución cubana, tiranía que, como el dios aquel de la
mitología griega, acaba por comerse a sus propios hijos…?
A mi juicio, los motivos posibles
para comprender y explicar tal admiración son tanto más arcanos
e insólitos cuanto mayor es la inquina, el odio y el desprecio
con que esos admirados aún de la Revolución cubana zahieren a la
Iglesia, al Papa, a los obispos… Odio, inquina y desprecio que
cuenta, ni que decirlo habría, con los altavoces de todo un
conjunto de variopintos orfeones progres tanto o más
conscientes, en el interior de las conciencias de sus miembros
–no pocos de los cuales, todo hay que decirlo, perfectamente
instalados en el sistema que pretenden combatir-, de la
hecatombe del comunismo cuanto más decididos a sembrar eso ya
dicho: odio, inquina y desprecio contra la Iglesia. Aunque sea a
base de justificar lo injustificable: los más de cien millones
de asesinados por los tiránicos regímenes comunistas; la
inhumanidad del comunismo en esa Isla-Cárcel que se llama Cuba;
el pretender justificar la muerte del disidente Orlando Zapata
Tamayo a base de publicitar que es que era en realidad un
delincuente común, un zángano social.
No hay más que leerlos y
escucharlos, a los eclesiásticos y ex eclesiásticos afectos al
comunismo y desafectos hacia la Iglesia católica: siempre
prestos a pasar la mano por encima del hombro, en plan amigacho,
a dictadores como los hermanos Castro y resto de adalides de la
progresía condescendiente con los desmanes comunistas, a la vez
que igualmente prestos y dispuestos a proferir toda clase de
insultos contra las autoridades de la Iglesia que, empero,
aseguran amar, defender, querer purificar, reconstruir.
Así que qué pena por la muerte del
disidente cubano Orlando Zapata Tamayo. Qué pena (de otra clase,
claro es) por la continuidad, ya por más de medio siglo, de la
tiranía castrista en Cuba. Qué extraña pena, asimismo, por los
que desde la condición de eclesiásticos que son o han sido,
aparecen siempre prestos a morder la mano que les da de comer
(esto es, La Iglesia, Esposa de Cristo, pese a que es santa y
meretriz), en tanto no claudican en su extraña determinación de
querer pasar la mano por encima, en plan amigachos, del hombro
de dictadores comunistas.
Luis
Alberto Henríquez Lorenzo
Marzo 2010
LUIS
ALBERTO HENRÍQUEZ LORENZO. Licenciado en Filología Hispánica.
Profesor de Enseñanzas Medias. Estudiante de Filosofía y
Teología.